Caminaba sobre puentes de madera muy pequeños, tan pequeños y delgados que podría escuchar desquebrajarse la madera, la huella del tiempo.
El agua, sin embargo, era tan cristalina como si el mismo Creador la hubiese hecho al instante, no era tan cristalina sino que combinaba con las plantas acuáticas.
Al pasar los puentes también escuchaba las risas de mis amigos quienes me acompañaban hasta llegar a una pequeña isla donde había algunos habitantes dedicados al comercio y yo sin razón alguna empecé a buscarla a ella, porque sabía que la encontraría, después de todo había pasado tanto tiempo de no verla que la reconocería al instante, jamás olvidaré su sonrisa.
Caminé por las calles rústicas y algunas pavimentadas, escuchando el cantar de las aves y las actividades de la gente cotidiana: mujeres con cubetas en la cabeza, niños corriendo y jugando con los perros, un anciano empujando una carreta de madera con un caballo…
Hasta que llegué donde estaba ella:
delgada, blanca su piel, sus ojos café, llevaba sus anteojos con micas transparentes y armazón de metal.
La miré fijamente por unos minutos hasta notar que su cabello seguía tan corto como la primera vez que la vi. Estaba preparando jugos de naranja, cortaba una fruta y la colocaba en el exprimidor hasta sacar todo el líquido, lo ponía en un vaso y procedía a venderlo.
Pero había algo extraño en ella, me desconcertó por completo, en su blusa blanca se intensificaba una mancha roja, era sangre y la sangre caía de sus labios, de su rostro.
Estaba herida y no perdía la sonrisa, aún consciente yo de lo que ella significa para mí y ella que nunca se dio cuenta de lo que yo sentía, seguía sangrando del rostro. En ese pequeño local, en una esquina, donde no solo vendía los jugos, sino también frutas, reflexione sobre si la situación hubiese sido distinta si le hubiese declarado mis sentimientos, al final de cuentas no estábamos destinados a estar juntos.
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